Una diosa
impura me dijo que el demonio creo a los hombres.
Pudo haber
sido quizás la mujer del zapatero, la señora del intendente, la mujer de mi
padre o tal vez, el último amor en tierra del fuego.
Claramente era
una viuda descocada, increíblemente insaciable, una leona en el sexo y en el
amor. Pero sin familia.
Su furia
infernal podía develar las intimidades de cualquiera.
No niego que
era una tentación desnuda en aquellos días calientes de lujuria tropical, de éxtasis
tropical.
Desnuda en
la arena era fuego, carne, un trueno entre las hojas de un arbusto escondido en
los médanos.
Logro que yo
llegase a decirles adiós muchachos, no compartamos más la pelota de cuero a los
sabaleros de la mesa semanal del bar.
Esta suerte
de burrerita de Ypacaraí, con su embrujada fiebre, me obligo a terminar como
una mariposa en la noche volando camino a la India.
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