Aquella niña.

Esa niña que creció a la luz de cierta belleza ajena, camina suave las baldosas que bajo sus pies adornan el bello tiempo que se transcurre.
Lunas salen sin parar y al irse le van cambiando su mirada de sol.
Las tardes van llegando más rápido cada vez y ella silencia su sonrisa.
El suelo va gastándose y al final de la esquina, luego de miles de lunas y tardes, se encuentra con el mismo amanecer, aquel que la vio nacer.
Pero ahora ya no es la misma, ahora ya no es niña, ahora ya es mujer.
La que ella siempre, aunque sin saberlo, soñó.
Igual pero distinta, completa de una forma que antes hubiera sido incapaz de imaginar.
Y ahí estaba ese mandato, justo a la vuelta de la esquina, probo, marcial, casi inquisidor, atravesándola con sus ojos pero sin juzgarla, haciéndola sentir que esa mujer que baldosas atrás descubrió, era sencillamente ella misma inundada de su pura esencia.
Extraño mandato provocador de su real paz, da comienzo a este nuevo domingo, natalicio de esta nueva mujer.

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